El cine europeo, tras la fuerte impronta que dejó la aparición en Francia de la nouvelle vague a mediados del siglo pasado, tiene como rasgo más característico la introversión. La reflexión intimista ha copado sus trabajos durante los últimos años, enmarcada en lo que se suele denominar como cine de autor.
Paralelamente, la predominancia de esa temática que ahonda en el individuo ha llevado a que las nuevas producciones cinematográficas europeas arrastren esa carencia de ritmo, a veces tediosa, que densifica enormemente su visionado. No hay que olvidar que el fin en sí mismo del cine no puede ser otro que el de entretener.
Sin embargo, una mirada global hacia el medio ayuda a clarificar que esa obsesión por personalizar el cine y por corromper las tradicionales reglas en la narración y presentación de una historia ha alejado al gran público de sus trabajos. Un sector del público huye de la simpleza de la mayoría del cine comercial, mientras que el otro rechaza la pesadez y densidad de las películas más intimistas y propias.
Quizá no sea necesario sacrificar el estilo y dejarse llevar por la corriente que empuja a seguir lo ortodoxo o lo que el gran público y la industria piden, pero adecuar el ritmo trepidante de los blockbusters resulta fundamental para vencer el recelo que puede tener el espectador al enfrentarse a estas historias más profundas y elevadas, en las que en ocasiones se tiene la sensación de que no ocurre nada.
Toni Erdmann (Maren Ade, 2016) cuenta en su favor con eso mismo: acierta al disfrazar su sátira social de comedia que linda con el absurdo, lo que la convierte en un producto más ágil y amable. El argumento es simple: Inés su vida familiar en Alemania para triunfar en los negocios lejos de casa. Su padre, Winfried, descubre al reencontrarse con ella que ha perdido la conexión que había entre ambos y que la vida de su hija se ha convertido en una absurda y trepidante rutina dentro de la vorágine capitalista. Para remediarlo, decide ir a visitarla y mostrarle, mediante su arma más poderosa, el humor, que no todo en la vida es la realización laboral. Nos demuestra, en definitiva, cómo hemos perdido el rumbo. O, en todo caso, que los dos caminos son válidos siempre y cuando en su recorrido no se pierda de vista el otro.
Todo es paradójico e irónico en Toni Erdmann. Sin ir más lejos, la acción principal se sitúa en la Rumanía post-Ceaucescu, en la que la humildad de uno de los países más pobres de Europa convive con una industria del lujo y un boom de nuevos ricos; en esa Rumanía tan llena de contrastes en la que se erige el mayor centro comercial de Europa junto a la miseria de la mayor parte de la población.
La película, ganadora del FIPRESCI en Cannes y triunfadora de los Premios del Cine Europeo, es una crítica a la mecanización de la vida y del trabajo en el siglo XXI, antes incluso de que las máquinas ocupen nuestros puestos. Su visionado invita a reflexionar sobre la felicidad y la relatividad del éxito y de la realización personal en el ritmo frenético de la sociedad actual. Para ello, Maren Ade se sirve de ese dúo protagonista padre-hija (interpretado de forma genuina por Peter Simonischek y Sandra Hüller) para mostrar al espectador ese tira y afloja, esa relación distante pero inseparable entre las dos vertientes que conviven dentro de nosotros mismos.
Winfried tiene un modo muy diferente de afrontar la vida que Inés. «¿Eres humana?» Le pregunta al ver a su hija convertida en títere de la mal llamada prosperidad laboral; como padre, se aterroriza de ver a su hija con tanto temor y distancia. Toma una decisión arriesgada: cuando decide visitarla a Bucarest, donde se dedica a realizar sesudos análisis de mercado para multinacionales, se disfraza y mimetiza en un absurdo personaje inventado por él mismo, Toni Erdmann, para demostrarle lo absurdo de su existencia. Inés en cambio acusa a su padre de cubrir su ausencia de ambición en la vida con su fantasía senil. Para Inés la seguridad en uno mismo depende de la aceptación, de la valoración de su trabajo. El ser humano siempre necesita sentirse valorado, y más en esta sociedad en la que el individuo acaba siendo un subproducto.
En sus continuas tentativas de aproximación, bajo su peculiar personalidad ficticia, pretende interpretar lo absurdo de la lógica del modo de vida capitalista en el que se ha sumergido Inés. Para Winfried lo surrealista es que su hija no se dé cuenta de que su afán por el éxito le ha alejado de una vida verdaderamente plena, saludable, gozosa. Feliz.
Por otra parte, Toni Erdmann refleja la evidente abstracción que tiene la gente joven respecto a las generaciones anteriores, como consecuencia de la evolución tan marcada en el modo de vida en las últimas décadas. La incomunicación entre ambas aleja y aparta a los mayores frente a un sobreproteccionismo de los jóvenes cada vez más notorio.
El personaje de Toni Erdmann no es más que una exageración desmesurada de una parte de nosotros mismos. Y, como si de la lucha interior de las emociones internas de Inside Out (Pete Docter, 2015) se tratara, representa el conflicto entre la parte más apática de nosotros mismos y la más pasional, la que nuestra rectitud y formalismo ha solapado.
Todo ello debemos emplazarlo en el marco en el que nos sitúa inteligentemente Maren Ade. En primer lugar, en un tiempo en el que cada vez se hace más evidente la necesidad de debatir sobre la necesidad de tener más vida fuera del ámbito laboral, junto con una necesaria conciliación familiar, cambio del huso horario, racionalización y optimización de las jornadas laborales, etc. En segundo lugar, en una Alemania en la que la personalidad difiere mucho de la mediterránea y de la española en particular. Como dice la propia directora, toda Alemania tiene en su interior esa dualidad que representan ambos protagonistas, aunque medio país exhibe la seriedad de Inés y el otro, aunque lleven consigo la personalidad extrovertida de Toni, parece evidente que no acierta a hacerla aflorar.
Peculiar pero a la vez cercana, Toni Erdmann es una conmovedora mezcla de hilarantes situaciones con profundas y conmovedoras escenas que quiere dar respuesta a una de las preguntas fundamentales: ¿Qué vale la pena vivir? Hacer cosas, ocupar el tiempo, tener recuerdos a los que aferrarse… Por desgracia, sólo se alcanzan a valorar los momentos que marcan una vida cuando se rememoran, no en el momento en el que suceden. No dejemos que, cuando llegue el momento, no haya nada de lo que acordarse y con lo que sonreír.