El silencio de un sordo a medias

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Siempre tuve a mi vecino por un bohemio resabiado, por un eremita urbano, antiguo dandi, a quien la experiencia y el tedio, nunca la inclinación natural, habían condenado a la misantropía. Durante años, al cruzarme con él en el portal, lo había saludado sin recibir respuesta. El saludo, el silencio y un insulto a media voz, que yo le dedicaba nada más dejarlo atrás, eran la única relación que nos unía, aparte del tabique que separaba nuestras casas, frontera hermética e infranqueable que ya deseara para sí cualquier régimen totalitario en temporada de autarquía.

Un día, después de criticar ante mis padres la antipatía y poca educación de este vecino, descubrí, ellos me lo dijeron, que estaba sordo, y que si no me respondía, era porque no sabía que me dirigía a él. La explicación no me convenció. Estaba seguro de que alguna vez, a la fuerza, aquel hombre había tenido que ver mis labios moverse en su dirección, gesto que incluso un sordo podía interpretar como un saludo. Su descortesía, por tanto, tenía que ser premeditada, o, cuando menos, una confusión sospechosamente oportuna, propiciada por la sordera, de que se valía para evitar el intercambio verbal. Estas consideraciones reforzaron la impresión que del vecino ya tenía, y azuzaron el interés que sentía por él. Desde entonces, presté más atención a su persona, a sus gestos y a los pocos esbozos que de su personalidad pudiera hallar.

Sabía que en su casa, en el piso de al lado, gemelo simétrico del mío, vivía junto a dos hermanos: un hombre y una mujer, ambos de edad avanzada, en torno a los setenta años. Era el mediano. Ninguno de ellos había trabajado nunca. Huérfanos a edad temprana, habían quedado bajo la custodia de un tío acaudalado, gran propietario y coleccionista de arte, a cuyas expensas gozaron de una juventud despreocupada y de una madurez languideciente. Cuando el tío murió sin descendencia, los tres hermanos se encaminaron a paso lento y abultado hacia el otoño de sus vidas.

Hasta aquí, las certezas biográficas que sobre mi vecino poseía. Lo demás, cuanto hoy me atrevo a poner por escrito, lo reuní a través de maledicencias, observaciones sostenidas en el tiempo, andaduras y encontronazos significativos, alguna que otra persecución disimulada y ominosa y la colaboración maliciosa de un par de viejas lenguateras, antaño amantes suyas. Intentaré dar a mi relato cierta coherencia cronológica y narrativa. Para lograr esta última habré de mentir y embellecer algún pasaje. Dado que mi vecino, ahora lo sé, bien pudo ser un personaje literario en carne viva, en eso lo estoy convirtiendo, no creo deshonesto alterar su historia para hacerla justa merecedora de su dramática persona. Sin más preámbulos, he aquí el hombre.

Nació en el Norte, en la capital de provincia donde aún vive, en torno a 1950. Fue el tercero de cuatro hermanos, y presenció junto a su madre la muerte del primogénito cuando contaba seis años de edad. El suceso no le afectó más allá de unas llantinas nocturnas, que superó rápidamente. En la escuela destacó por su indolencia y sus ojos amarillos, que pronto se tornaron verdes. Prestó más atención a la lectura de poesías y de niñas que al estudio y los deportes. Con nueve años, un doctor le entregó unas gafas, que jamás abandonarían su dormitorio. Allí, en secreta nocturnidad, se las ponía para devorar novelas de aventuras que más tarde, en clase de literatura, fingía desconocer. Para conjurar sus bajas calificaciones, sus padres lo enviaron a un internado en Mondariz. Las gafas no lo acompañaron en el viaje, y tuvo de abandonar la lectura, para gran perjuicio de su humor y sus pulmones, pues comenzó a llenar las horas muertas de la noche apuñalando su pecho con tabaco.

En Mondariz lo sorprendió el fallecimiento de sus padres en fatal accidente de avioneta. Volvió al Norte para asistir al funeral y acompañar a sus hermanos, y nunca regresó al colegio. Los tres se fueron a vivir con su tío, como ya he dicho, hombre rico y bonachón, viudo sin hijos, con un corazón demasiado grande para ser llenado con las obras de arte que coleccionaba compulsivamente. Sus sobrinos se convirtieron en la especia de su vida y su capricho; jamás les negó nada, ni les dedicó palabras graves.

Se graduó en el instituto a duras penas. Ingresó en la Facultad de Derecho por insistencia de su benefactor y por gana de paladear aquello que ya comenzaban a llamar «vida universitaria». Por aquel entonces las gafas se pusieron de moda. Rescató sus viejos cristales y los más viejos libros de su padre para poner su ingenio al día. Gran uso dispensó a cada texto amoroso allí encontrado, con especial mención de los sonetos de Garcilaso de la Vega, que, tras un par de alteraciones, dedicaba a cuantas muchachas le hacían sentir interés.

Era ya un joven atractivo, presumido y de sólida constitución, acostumbrado a recibir miradas indisimuladas allá donde iba, siempre acompañado por una bandada de petimetres que lo seguían, por creerle fascinante y molón, con el propósito de compartir un poco del poder seductor que parecía ejercer sobre las chicas todas. Él, más golfo y más sagaz, se dejaba acompañar, cuando no llevar en volandas, por estos muchachitos, todos escogidos para no aventajarle en nada, para así subrayar tramposamente, aunque con acierto, su atractivo y facilitar sus conquistas amorosas.

Del Derecho poco o nada penetró en él. Acudía a las primeras clases de cada semestre para evaluar el auditorio y hacer inventario de los objetivos a seguir durante los meses venideros. Fue rara la ocasión en que se presentó a un examen, y prácticamente inexistentes los aprobados que logró. En todo momento aceptó, cabizbajo y humilde, las suaves reprimendas de su tío, que a menudo terminaban con pícaros interrogatorios sobre sus andanzas.

Al cabo, se aburrió de seducir, y derivó a la política. Por una mezcla de reacción y esnobismo, se metió en la izquierda revolucionaria. Allí conoció a la que sería su esposa, la única mujer que lo burló. Comenzó su peregrinaje asambleario en las juntas de la Facultad. Tras cinco años de estudio ausente, reconoció lo evidente y abandonó la carrera, decisión que le costó un fuerte desencuentro con su tío, el único que jamás tuvieron. Espoleado por nuevas amistades, muy distintas de aquellas a las que antes he aludido, dejó el hogar y marchó a vivir con su novia encinta.

La nueva vida, en pareja y solitaria, se le hizo dura. Dicen que buscó trabajo, pero nadie sabe si llegó a encontrarlo, y todo apunta a que no. Habitó una casa que, aunque no lo era, a él le parecía miserable. Sobrevivió gracias a dinero sableado, principalmente al partido, pero también a unos compadres que dejaron de serlo pronto. Su hermana le hacía llegar cada quince días una suma que su tío fingía pasar por alto. Así nació su hija, que la madre, ya esposa, se empeñó en bautizar Leonor, y que él amó más que a nada.

El tío cayó enfermo, y lograron reconciliarse. Celebraron el primer cumpleaños de la niña en la vieja mansión familiar, casi ruinosa, en una finca no muy lejos de la urbe. Al día siguiente, el viudo, de corazón enorme, amaneció con el pecho detenido. De sus tres sobrinos, el que nos ocupa sufrió la pérdida en mayor medida, también en mayor silencio.

Logró cierta notoriedad a nivel regional durante los años posteriores. Llegó incluso a ser diputado. El partido, sin embargo, colapsó en su mejor momento a causa de unas luchas intestinas. Él, desencantado, y aquejado de un no sé qué misterioso, dejó la política para no regresar.

Se divorció. Ignoro por qué y cuándo ocurrió exactamente, pero me han dicho que el matrimonio se hizo añicos de forma repentina y dolorosa, y que él no lo soportó.

Solo, triste, desocupado, se tiró a la bebida. Si seguía siendo guapo, que no lo sé, ya no le importaba. No se le han conocido ulteriores mujeres ni compañías; tampoco ninguna amistad. Una noche de martes, a la puerta de un tugurio, recibió un botellazo que lo dejó medio sordo, que no sordo entero, con lo que mi teoría se ve confirmada. Su hermana, preocupada por él, lo convenció de regresar a la casa del tío difunto, donde vive desde entonces exagerando su sordera, distanciándose del mundo.

Años más tarde, mis padres se mudaron al piso de enfrente, y me tuvieron a mí, y yo conocí y seguí a este hombre a altas horas de la madrugada hasta una cafetería que había a unas manzanas de allí. Se sentó en la barra y, sin decir nada, vi cómo el camarero le servía unos churros, un vino y un café. Los ingirió mientras leía el periódico y asintió un par de veces a los comentarios que el camarero le dirigía a voz en grito. Me oculté como pude cuando pasó junto a mi mesa de camino a la calle, pero no me prestó ninguna atención. Salí tras él. Lo perdí la pista al doblar una esquina. Oí un fuerte golpetazo y el ruido de un neumático al derrapar. Corrí. Encontré su cuerpo tendido en el asfalto, y al conductor de un camión de reparto a su lado, tratando de reanimarlo. Llamé al servicio de emergencias. Cuando la ambulancia llegó, di sus datos y los míos, y, aunque dubitativo, monté junto a los enfermeros y velé por su vida de camino al hospital.

Horas después, me hallaba de nuevo a su lado en una habitación blanca. Había telefoneado a su casa esperando encontrar a su hermana, pero nadie había respondido, y me sentía obligado a hacerle compañía. De pronto, despertó y se apoderó de mi mano con fuerza. Ojiplático y con voz delirante, farfulló:

—¡Lilí! ¡Lilí, espérame…! Ya estoy. Casi, casi… ya estoy.

Se desvaneció antes de que pudiera hacer nada. Llamé a gritos a la enfermera, que lo examinó y me reprendió por alzar la voz después de tranquilizarme sobre su estado. «Es normal que un paciente mayor delire a causa del agotamiento», me vino a decir, y volví a quedarme solo con él.

No di con mi vecina, la hermana de ese pobre hombre, hasta que el reloj rozó el mediodía. Era su costumbre de ancestral ociosa, o eso parecía, no despertar antes de las doce. Ingresaron entonces a otro anciano en la cama de al lado, y comenzó a dar el palique sin visos de agotarse en breve.

Por fin, despertó mi vecino, esta vez con el temple sosegado, y me dirigió una mirada confundida. Le expliqué cuanto había ocurrido a media voz y él respondió con un único y solemne asentimiento. No vi en su cara mueca de tristeza ni de alivio, tan solo la sombra de una lucha que ya se había acostumbrado a perder. No quise atosigarlo con preguntas, así que guardé silencio. El otro anciano, el paciente de al lado, no siguió mi ejemplo, y trató de encontrar en mi vecino, momentáneamente también el suyo, un nuevo interlocutor al que aburrir.

—Perdone —lo interrumpí—, pierde el tiempo. Está sordo.

Mi vecino me dedicó una mirada fugaz. El otro viejo protestó, pero cuando comprobó que nadie le prestaba atención calló también. La enfermera entró para avisarme de que el pariente al que esperaba por fin se había presentado. Le di las gracias, me despedí con un movimiento de cabeza y abandoné la habitación dejando un silencio cómplice tras de mí.

Al fondo del pasillo reconocí a mi vecina, que se acercaba caminando con la torpeza habitual en una señorita de setenta años que intenta apresurarse y mantener el decoro a un tiempo. Fui hasta ella para ahorrarle sofocos. Me tomó una mano entre las suyas y me la sacudió con gratitud. Le comuniqué como pude lo que el médico y la enfermera habían dicho, y le señalé la puerta de la habitación, indicándole, además, que su hermano se acababa de despertar, y que lo había visto bien. Me dio las gracias muchas veces y me incomodó con un par de besos en las mejillas, cuya humedad no tuve en cuenta. Me hice a un lado para dejarla pasar y eché a andar hacia la salida. Cuando ya tenía el botón del ascensor bajo los dedos, miré atrás. Mi vecina trataba de recobrar la respiración junto a la puerta antes de entrar.

—¿Quién es Lilí? —le pregunté.

Ella se sobresaltó. Me miró extrañada y respondió:

—Mi sobrina, ¿por qué?

—Musitó ese nombre en sueños.

—Vaya —se limitó a decir con tono triste.

—¿Va a venir a verlo?

Me miró a los ojos. Una lágrima le temblaba en cada párpado.

—Murió hace muchos años.

Y comprendí.

—Vaya.

No supe decir más. La señorita me dedicó una última sonrisa resquebrajada y fue a reunirse con su hermano. Yo, por mi parte, me quedé parado frente al ascensor, con la mente en blanco, hasta que la puerta se abrió. En el interior, un par de desconocidos me preguntaron con la mirada si bajaba. Asentí sin decir nada, entré y la puerta se cerró tras de mí.

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