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La pequeña isla de Lembata, situada al este de Indonesia, acoge a la tribu de Lamalera. Refugiada en la «La Tierra Olvidada» por culpa de un tsunami desde hace más de 500 años, se trata de una de las últimas sociedades de cazadores-recolectores del mundo.

En pleno siglo XXI, la existencia de sus poco más de 1.500 habitantes gira en torno a la caza de cachalotes, utilizando métodos tradicionales como arpones de bambú y barcas de remo, así como al culto a los Antepasados, que no sólo marcan las posibilidades de éxito o fracaso en la caza sino la propia supervivencia de la tribu.

El periodista, escritor y fotógrafo norteamericano Doug Bock Clark vivió en Lamalera durante prácticamente un año, repartido en diferentes estancias entre 2014 y 2017. No sólo conocía el idioma oficial de Indonesia – el bahasa- sino también la propia lengua lamalerana, hasta el punto de ser uno de los pocos occidentales capaz de hablarla con fluidez.

Su primer libro, Los últimos balleneros (Libros del Asteroide, 2021), recoge esta aventura al detalle, en una interesante combinación de crónica periodística, novela de viajes y divulgación antropológica. A partir de los testimonios de nativos lamaleranos y siguiendo un exhaustivo y riguroso trabajo de documentación, Bock Clark pone el foco sobre un modo de vida en extinción y evidencia el cada vez más inevitable choque entre tradición y modernidad.

Los lamaleranos preparan una ballena para el despiece. Foto: Doug Bock Clark

La ballena es el animal conocido más grande que jamás haya poblado la tierra y la actividad de todos los hombres y mujeres de Lamalera se articula en torno a su caza. El animal se aprovecha totalmente, obteniendo aceite, carne y pieles. El excedente se emplea para intercambiarlo en el interior de la isla por cereales y hortalizas que no pueden cultivarse en su costa, como el arroz, el maíz o la yuca.

Cada año, la tribu caza las ballenas necesarias para alimentar a toda la población, repartida en veinte clanes. También se cazan, en menor medida, otras especies marinas como delfines, tiburones, orcas y mantarrayas. Un pequeño excedente de esa caza se dedica al comercio y también para los befana, que consisten en la redistribución del excedente de carne allí donde es necesario, mediante obsequios que, con el tiempo, acaban siendo devueltos. De esta forma, frente a un año de pocas capturas, se garantiza el suministro de carne a toda la tribu y su propia  supervivencia.

Todas las sociedades de cazadores-recolectores practican en mayor o menor medida esta forma de cooperación pero en Lamalera, además de en el reparto de las ballenas, los antropólogos detectaron hace tiempo un nivel de altruismo por encima de lo normal: un estudio realizado con tribus indígenas de todo el mundo en 1999 determinó que las normas culturales de los lamaleranos eran las más generosas, considerándola como la sociedad más solidaria del mundo.

Los investigadores explican que los grupos de cazadores-recolectores son más igualitarios y generosos que las sociedades industriales. Todos sus miembros representan un papel en la vida del conjunto, lo que ayuda a que se sientan realizados y sean menos propensos a la soledad, la depresión o a padecer trastornos por estrés u otros problemas asociados a la salud mental de carácter social.

Jon Hariona atraviesa a un delfín. Foto: Doug Bock Clark

Uno de los elementos que explican la situación de Lamalera es su propia ubicación: situada en el extremo más oriental del archipiélago indonesio, quedó aislada durante siglos y a salvo del colonialismo. Las montañas cubiertas de jungla y las peligrosas corrientes de agua mantenían alejados a los barcos extranjeros. La influencia occidental se reducía a la labor de algunos misioneros jesuitas, sin demasiado éxito en el adoctrinamiento de la población indígena hasta entrado el siglo XX, cuando se produce una especie de fusión entre el catolicismo y la religión indígena.

Los lamarelanos fueron adoptando nombres y tradiciones cristianas, pero manteniendo el culto a sus Antepasados, orgullosos de sus costumbres y su autosuficiencia. Sin embargo, en los últimos veinte años cada vez más jóvenes lamaleranos emigran tanto a la capital del país como a otras ciudades, atraídos por las comodidades de la vida moderna y empujados por las duras condiciones de la isla y la falta de perspectivas de futuro. Es el caso de Jon, aprendiz de lamafa (arponero jefe) y de su hermana Ika, que se debaten entre buscar un futuro en la capital o cuidar a su familia en la isla y quedar excluidos del mundo exterior.

No es una decisión fácil: del equilibrio con la naturaleza a su explotación, de una organización política tribal a una nacional, de una economía monetaria al trueque, del culto a las historias y creencias de los Antepasados frente al de las estrellas del cine y la televisión… todas ellas cuestionan directamente la propia identidad de los lamaleranos y su lugar en el mundo. La vida en Yakarta o Bali no es la panacea tampoco: precariedad laboral, contaminación y soledad esperan a muchos de los jóvenes que abandonan la tribu.

Mientras tanto, la globalización se va abriendo paso, desde los pijamas de Disney, las camisetas de Hello Kitty o del Real Madrid y el Barcelona, pero también con el teléfono móvil, la televisión y hasta las redes sociales. En la caza de la ballena, Lamalera va incorporando también pequeños avances, como el motor fueraborda o la caza con red de deriva. La diferencia es que la incorporación de cualquiera de estas tecnologías es consensuada antes en el seno de la tribu, algo que no sucede en las sociedades modernas.

Tras filetear la parte superior de la ballena, los lamaleranos le dan
la vuelta para alcanzar la carne de la parte inferior. Foto: Doug Bock Clark

Doug Bock Clark no idealiza a las sociedades de cazadores-recolectores: su esperanza de vida es más corta, su mortalidad infantil más elevada y son más proclives a las hambrunas y a la violencia que en cualquier otro tipo de comunidad. ¿Pero acaso las sociedades modernas satisfacen las necesidades emocionales y espirituales de sus miembros? La reaparición de la dieta paleolítica, la comida ‘real’, el mindfulness, el coaching o los retiros en la naturaleza son síntoma de que modernidad y desarrollo no siempre van de la mano del bienestar personal ni de una buena salud física o mental.

Aceptamos las nuevas tecnologías y el progreso que conllevan pero, ¿no deberíamos preguntarnos antes si estamos preparados para asumirlas? ¿La tecnología se adapta siempre a las personas o son las personas las que tienen que adaptarse a la tecnología? Tal vez, como plantea Bock Clark, no haya una cultura correcta, sino que las unas puedan aprender de las otras e, idealmente, quedarse con lo bueno que hay en ellas, que la calidad de vida y la riqueza material puedan conciliarse con el respeto a la naturaleza y una vida espiritual más plena. En tiempos de globalización y extinción cultural, la resistencia de Lamalera nos recuerda que todavía existen otras formas de ser y estar en el mundo.

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