Manos de Plácido Iglesias, padre, en su sastrería de Oviedo (Asturias) | Foto: Alex Zapico.

Cosido a mano

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Los extraordinarios avances tecnológicos en el campo de las comunicaciones y los transportes operados en las últimas décadas del siglo pasado han configurado un nuevo escenario económico mundial caracterizado por la construcción de vastos bloques geográficos y políticos. Esto ha favorecido una integración de mercados y la necesidad imperiosa de reducir costes de producción para disponer de ventajas competitivas en este marco de economía globalizada. Como resultado de este proceso, también el mercado de potenciales consumidores se ha globalizado, agudizando así la uniformización de los productos, incluido el sector del lujo, destinados a un público estandarizado. En el caso de la industria textil, el declinante universo artesanal apenas ha podido oponer resistencia a la avalancha de prendas de confección baratas y de baja calidad que han copado el mercado. El número de maestros sastres se ha reducido de forma dramática, hasta las fronteras de su virtual extinción. Incapaz de competir con empresas multinacionales que aplican economías de escala y generan un gigantesco volumen de negocios, la sastrería tradicional ha ido perdiendo clientes y prestigio en favor de un consumidor sensible a la seducción de la publicidad y las tendencias de la moda. La aceleración irrefrenable de los ritmos de vida, un consumismo obsesivo y el imperativo social de acompañar una moda tornadiza y caprichosa dictada por los departamentos de marketing de las grandes corporaciones, han liquidado la cultura del esmero y la paciencia del frecuentador de las sastrerías, buen conocedor del inagotable encanto de lo bien hecho.

Las consecuencias de la progresiva extinción de los maestro sastres poseen una doble lectura: económica y estética. En primer lugar, el desmantelamiento de la red de sastrerías regionales ha dañado el tejido económico y comercial local, devorado por enormes establecimientos de actuación mundial que han ganado terreno mediante la oferta de empleos precarios, mal remunerados y nula cualificación. En este sentido, se ha producido un corte radical en la transmisión de un saber hacer inmemorial, ya que los jóvenes no encuentran ninguna ventaja en dominar un oficio que requiere un demorado aprendizaje, más allá de eventuales, y casi suicidas, vocaciones. Además, el cierre de talleres artesanos ha acarreado un debilitamiento del lazo social, puesto que el diálogo que se establecía a lo largo de todo el proceso de elaboración de una prenda entre un maestro sastre y su cliente propiciaba una relación de complicidad, en muchos casos una verdadera intimidad, inverosímil en el mundo de la confección.

En segundo lugar, desde el punto de vista estético, el declive de la indumentaria hecha a mano ha tenido un efecto consternador, fácilmente apreciable en nuestras calles: uniformización, ausencia de fantasía e imaginación, predominio de tejidos sintéticos sobre los naturales, idolatría del logo y, en muchas ocasiones, olvido del decoro más básico en aras de la comodidad. La explicación a este estado de cosas hay que buscarla en el desconocimiento de los códigos vestimentarios clásicos, códigos cuyas raíces anclan en un antiguo patrimonio cultural común que formaba parte de un proceso integral de forja de ciudadanos conscientes de que vestirse es uno de los hechos sociales elementales. Se partía de la premisa de que el grado de respeto por uno mismo y por los otros se reflejaba primeramente en las ropas, el más poderoso de los símbolos según Balzac, y territorio fundamental de la educación del gusto y de la sensibilidad.

Por último, tampoco se debe olvidar el legado comunitario de la sastrería, un espacio de sociabilidad por antonomasia, con instrumentos de trabajo propios, un vocabulario específico y técnicas que corren el riesgo de desparecer, extinguiéndose con ellos una parte de la cultura local a la que pertenecen.

Si el modo es una forma del mérito, como quería Gracián, no cabe duda de que se hace urgente reflotar un sector artesano cuyo modus operandi se basa en la noción de calidad. Antídoto contra la cultura del usar y tirar, la sastrería promete prendas que resisten y atraviesan el tiempo con la misma dignidad del primer día. En una época en que la vida de los objetos se acorta incesantemente, rodearse de un universo material personal que nos defina y con el que podamos establecer una relación de intimidad duradera constituye un sostén afectivo de primera importancia.

De consumarse, la extinción de los maestros sastres arrastrará consigo el adiós de un clasicismo forjado sobre el yunque de una tradición que fusionaba el cuidado de si con el respeto al prójimo.

Este artículo forma parte de El Hilo de la Tradición, un proyecto colectivo de Alex Zapico, Carmen Prieto y Michel Suárez. En Revista Amberes también se ha publicado Consideraciones sobre el decoro y el arte de vestirse.

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