Mi vida contigo siempre ha formado parte de la rutina de mirar hacia el oeste,
hacia un lado del muro
como ciudadanos caminando en la noche de Varsovia
(el París del otro bloque según algunos).
Depositando nuestras esperanzas en un cambio del ritmo del viento,
en la ceguera de los guardias
o en el vaho que empaña los focos en la nieve.
Vimos los grandes hitos que marcaron el final de una era
en silencio, tiritando, con dos mantas sobre los hombros
mientras bebíamos el café caliente que nos ofrecía la policía.
A nosotros poco nos importaba el inicio de la información
si nos traumatizó el pie derecho del Arcángel
aplastando el cuello de una serpiente en la cubierta de un submarino.
Superman traicionaba a los hombres en el fuego del Zeppelin y la noche Berlinesa.
Poco nos importaba la calidad del cristal que vendía cualquier agente
a las afueras de un barrio chino.
Mi vida contigo siempre ha formado parte de las familias que miran al suelo cuando llega la navidad,
de los árboles,
de los símbolos de los primeros constructores en las fachadas de las iglesias,
del ateísmo y la incertidumbre con la que se extrae la pus.
Mi vida contigo siempre ha tenido forma de magia negra,
de cuento por las noches,
de sexo en hoteles con la puerta en el parking para que nadie pueda verte cuando entras.
Por eso mi vida contigo es un filo que nunca advierte lo afilado que está,
un corte profundo que no duele,
una noche de luna llena en la que los crímenes no se escuchan.
Mi vida contigo ha supuesto el fin de la utopía.
Una llamada telefónica en un tren parado en mitad de la nada es lo único que se escucha a lo lejos,
un teléfono que suena de noche
en un vagón vacío
porque alguien llega tarde y el tren no avanza,
alguien busca una luz en la oscuridad y solo ve estrellas y el campo de invierno
y el teléfono suena casi como si quisiera despertar a los ángeles
y no contestan al otro lado.
Así, ha sido mi vida contigo.