La joya escondida de Pakistán: El valle de Hunza

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Hace calor. No, hace mucho calor. El verano en Dubai no es clemente, y 45 grados a pleno sol sin una mísera sombra en la que cobijarse… Digamos que la frescura con la que salí de casa esta mañana me ha abandonado. Es viernes, lo que significa que apenas hay tráfico en la zona y conseguir un taxi va a estar complicado. 

Espero diez minutos, espero veinte minutos y…. nada. La paciencia es virtud pienso, o al menos eso decía mi abuela, y justo en ese momento aparece un taxi. Me subo, le pido que ponga al máximo el aire acondicionado y doy la dirección de mi casa. Hay varios tipos de taxistas, los taciturnos (o directamente medio dormidos), los que están haciendo una videollamada a su casa y los que tienen ganas de cháchara. Naveed es uno de los últimos y me pregunta de dónde soy, en que trabajo, etc. Luego me toca el turno a mí, con bastante desinterés he de admitir. Quien me iba a decir a mí que aquel taxista sería la razón de que yo esté aquí, hoy, contándoos una historia. 

Y es que Naveed venía de Skardu, un pueblo situado en Gilgit-Baltistán, al norte de Pakistan. Fue él quien me habló de sus montañas, de los glaciares y de lo bien que se respira allí. Me picó la curiosidad, y aunque hayan pasado más de cinco años desde aquel encuentro, por fin me aventuré a viajar a las que antaño llamaban Las Tierras del Norte. ¿Mi opinión tras una semana allí? Naveed se quedó corto. 

Comenzamos. ¿Rumbo? El valle de Hunza, conocido como la joya perdida de Pakistán. Y quién sabe, si nos ponemos soñadores quizá encontremos la mitológica tierra de la juventud eterna, shangrila, tantas veces cantada, buscada y añorada por generaciones firmemente creyentes de que se encuentra perdida en estas montañosas tierras. Y si no la encontramos, de seguro nos volvemos con una buena bolsada de los famosos albaricoques secos del valle (recomendación de Naveed, por supuesto).

El vuelo a Islamabad es corto, concurrido y atareado. Para las azafatas, por supuesto, yo estoy muy relajada viendo «El Alpinista». Narra la historia de Marc-André Leclerc, uno de los mejores escaladores de la historia. Los cámaras del documental le acompañan en varios de sus retos, en absoluto sencillos, y le graban mientras habla de la vida, del destino o la ausencia de él, de cómo encontrar motivación y, sobre todo, de su pasión por las montañas, su hogar. Muchas de sus palabras las volvería a escuchar de nuevo más adelante en una cálida noche en un albergue de Hunza. 

El aeropuerto es un hervidero de gente yendo y viniendo y… no vamos a endulzar la imagen: es un completo y absoluto caos. Las colas se agolpan sin orden ni concierto delante de los controles de pasaportes, y el calor y el hecho de que alguno de los guardias se levantara de su puesto para no volver en veinte minutos… pues no ayudó mucho. Calor, sudor, el enfado de muchos paulatinamente en aumento… Me lo pasé pipa. Era una situación tan pintoresca, gente peleándose y las personas de mi alrededor preguntándonos que qué nos traía a Pakistán, expresando su alegría por que quisiéramos hacer turismo allí. Fue la primera de muchas ocasiones en las que sentí lo hambrienta que está Pakistán de apertura, turismo y desarrollo. 

Finalmente, fuera del aeropuerto es cuando empieza la aventura: un viaje de catorce horas en coche hasta la provincia de Gilgit-Baltistán recorriendo la carretera Karakoram, donde el camino apenas asfaltado y el río Hunza se marcan una carrera en un sinuoso (y peligroso) desfiladero hasta adentrarse en las profundidades de las Tierras del Norte. Conectando el este de China y Pakistán, este camino era antaño una de las ramificaciones de la Ruta de la Seda; fue construida en un esfuerzo común por Pakistán y China en 1978, y a día de hoy constituye una de las pocas carreteras que cruza el Himalaya. 

Aviso a navegantes, conducir por aquí no es apto para gente que se maree o sufra de vértigo. Los desprendimientos son frecuentes y los accidentes más aún. En la semana en la que estuvimos recorriéndola un local se despeñó con su coche (sobrevivió), tuvieron que poner explosivos para poder mover una gigantesca roca que se había desprendido (no se movió… hasta el segundo intento); y un autobús lleno de turistas cincuentones, los únicos que vimos en todo el viaje, volcó ladera abajo (todos bien, aunque ligeramente morados, como comprobamos al día siguiente). 

La carretera toma el nombre de la cordillera montañosa Karakoram, que conecta China, India y Pakistán. Es una preciosa y puntiaguda representación de la principal razón por la que esta región del norte ha tenido tan azarosa historia: pertenece al territorio conocido como Cachemira, históricamente disputado por China, India y Pakistán. Nuestra primera parada es un imponente Buda esculpido en la pared de una montaña a más de quince metros de altura, conocido como el Buda Kargah Nara; datado en el s.VII, es un ilustrativo ejemplo del periodo s.III-XI, cuando el budismo fue la principal religión de la zona, dando paso en el s.XIV a la expansión del Islam que predomina hasta el día de hoy. 

La historia de los Balti, los moradores por derecho de Baltistán, se remonta a las migraciones provenientes de la Meseta tibetana y los que serían sus descendientes; es esto por lo que varios grupos de la zona comparten similares rasgos físicos y culturales con otras zonas de Cachemira. «Hay otros indios que residen en las fronteras de la ciudad de Kaspatyros y el territorio de Pakytan«; así hablaba Herodoto, cuyos pasos seguirían el oficial de Alejandro Magno Nearco y el astrónomo Claudio Ptolomeo, de los dardos, pastores que emigraron de Asia Central hacia el Sur llevando consigo las lenguas indoarias a las regiones entre Cachemira y Afganistán.

Llegamos a la montañosa Gilgit, capital de la región erigida a los pies del Karakoram y a orillas de un río Gilgit que fluye de manera torrencial hacia su unión con el río Indo. Gilgit. Morada de doscientas mil personas, es un asentamiento considerable si lo comparamos al millón y medio de personas desperdigadas por los valles. Es un bullicio de vida y negocios, con un tráfico… vamos a caracterizarlo como despierto, ciertamente no puedes siquiera pestañear sin que algún rickshaw aparezca de la nada en tu camino. Es aquí donde vemos por primera vez los coloridos camiones que manejan para transportar mercancías entre los distintos pueblos del valle; llamados jingle trucks por los militares americanos, los pintan a mano y los decoran con campanas y diversos ornamentos, participando en una silenciosa competición que en muchas ocasiones puede costarles el salario de todo un año. Por suerte, ninguna de estas caras obras de arte se despeñó durante nuestra visita. 

 

Avanzamos unos kilómetros más y nos adentramos en el Valle de Hunza, llegando a su principal ciudad: Karimabad, también conocida como Baltit. Sinuosas calles que suben montaña arriba zigzagueando, pequeñas tiendas que venden frutas seca y mieles, y paisajes que ciertamente quitan el habla: no puedes pensar en nada que decir que sea más bello que la vista ante ti. Visitamos el fuerte de Baltit, erigido en el s.VIII, donde un guía local nos explica cómo hasta ese momento apenas si conocemos algo de información de la región a través de los escritos de los peregrinos chinos Faxian y Xuanzag.  En el s.VII estas tierras adquieren importancia y comienza una lucha de poder entre dinastías chinas, tibetanas y locales que durará siglos. La dinastía china Tang, la budista Bohi, la dinastía Patola Shashi (comienza con ella la distinción entre Gilgit, la pequeña Patola, y Baltistán, la gran Patola)… una continua disputa de poder rota por esporádicas alianzas para frenar el avance de los cada vez más poderosos califatos omeya y abasí. De esta manera en el s.VIII, cuando el fuerte de Baltit es construido, nos encontramos en un ambiente dominado por el budismo y la lengua sánscrita, donde tibetanos, cada vez más poderosos en Cachemira, y chinos intentarán y lograrán conquistar Gilgit consecutivamente.  

Pakistán apenas si ha logrado el estatus de provincia en los últimos años, culminando un largo proceso que comenzó cuando los gobernadores locales comenzaron a unificar Gilgit y Baltistán con Chintral, Ladakh… estableciendo favorables relaciones con la corte mogol. Fueron años de florecimiento cultural con dinastías locales como Maqpon de Skardu y los Rajas de Hunza. Entrados ya en el s.XIX, estando la región en manos de los sijs y los drogas, se produciría la primera guerra anglo-sij, perdiendo estos segundos. La zona pasó entonces a ser parte del principado de Jammu y Cachemira, un estado nativo del imperio británico en la India: la gente estaba muy descontenta. 

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, India fue descolonizada y separada en dos regiones en función de la religión; los musulmanes quedaron en Pakistán occidental y oriental (separadas por miles de kilómetros, siendo la zona oriental la futura Bangladesh), y los hindúes en India. Gilgit-Baltistán ansiaba ser parte de Pakistán, y aunque quedó bajo el dominio de Islamabad, no se unificaron debido a su problemático pasado. No ha sido hasta el año 2009 cuando ha sido reconocida como región autónoma, con derecho a gobierno y parlamento propios, y apenas hace dos años que por fin las Tierras del Norte han pasado a ser una provincia más de Pakistán. 

Las vistas desde el fuerte son inmejorables, sobre todo con el tiempo tan despejado que hace: al otro lado del río observamos el valle de Nagar y, más allá en la lejanía, el pico Spantik en lo alto de las montañas Golden Peak, destino favorito junto con el K2 de los muchos apasionados escaladores que viajan a Pakistán. Varias de las noches las pasamos en el hostal Halga, una iniciativa de varios jóvenes locales escaladores, esquiadores y snowboards. Muchos de ellos ostentan títulos y récords nacionales, y su ambición está concentrada en dar a conocer Pakistán a través de estos deportes. Son ellos los que me recuerdan a las palabras de «El Alpinista» cuando, tras prepararnos una excelente barbacoa de carne de bisonte, nos hablan de porqué aman la montaña. «Cuando estás allí arriba, solo, en condiciones durísimas, la naturaleza es brutal. O sigues, o mueres. Y hay algo precioso en regresar a ese delicado lugar en el orden de las cosas, eres tú o la montaña, y una vez que la coronas pasáis a ser tú y la montaña. Es armonía». Veo como los ojos de Azam Baig reflejan el fuego mientras habla, con una sonrisa que no esconde la fría determinación de conquistar cada cima que se proponga. Su padre, Jehan Baig, fue uno de los once escaladores que murieron en el 2008 en su aventura hacia la cima del K2; trataba de rescatar el cadáver de su colega serbio cuando resbaló. Desde entonces, su hijo ha seguido sus pasos, recordándole y haciendo al mundo recordar. El último día que le vi estaba preparándose para partir al día siguiente en una expedición hacia el K2: iba a conquistar la montaña que venció a su padre. 

Experimentamos un poquitín del sentimiento del que Azam nos habló cuando recorrimos y escalamos el glaciar Gar Passu. Muchos desconocen que tres de los glaciares más largos fuera de Polo se encuentran en Pakistán, entre ellos el glaciar Gulkhin, que se derrite yendo a parar al lago Borith (sobre el que pasa el puente en suspensión Hussaini, considerado el puente más peligroso del mundo) y el ya mencionado glaciar Gar Passu, que da lugar al lago sobre el pueblo Passu. Del profundo azul del cielo, al claro verde de las orillas del lago, al polvoriento gris del camino pedregoso montaña arriba, al frío blanco del glaciar: cuando lo cruzas, agotada, empapada de sudor y sin sentir las manos de agarrarte al hielo, ahí te sientes pequeña en medio del glaciar que se pierde en el horizonte, y te sientes grande por haber llegado allí. Armonía. 

El lago Attabad en el valle Gojal, donde el reflejo de las montañas en el agua pareciera una fotografía; la pequeña comunidad Indra Poygah, donde nos enseñan a cocinar con trigo, maíz y leche de cabra; las tejedoras de Gulmit, cuyas elegantes y arrugadas manos cuentan historias con cada movimiento; el pueblo de Passu, donde independientemente de hacia dónde dirijas la mirada siempre verás las doradas montañas Passu Cones… Puedo seguir y seguir y seguir. Pakistán quiere viajeros, y os aseguro que el viajero quiere Pakistán. Antes de atentado de las Torres Gemelas el sector del turismo estaba en apogeo, las visitas iban en aumento y se estaban creando infraestructuras. Pero aquel fatídico año todo cambió, para muchas personas en muchas partes del mundo. Y aquí, en Pakistán, se cerró de un portazo una puerta que apenas acababa de entreabrirse. Es ahora cuando la rueda está comenzando a girar de nuevo, y si bien apenas estamos tocando tímidamente el timbre, creo que en un futuro la puerta volverá a abrirse. 

Ellos esperan con la mesa puesta.

 

Licenciada en Historia por la Universidad de Cantabria. Viajera incansable, colabora en Revista Amberes con artículos en los que da su particular visión de las ciudades que visita.

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