La Venus, la libertad y el binomio social

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Hace un mes estaba leyendo un libro sobre antropología y teoría evolutiva de las sociedades y me  di cuenta de que, debajo de todas esas capas de reglas comportamentales y pensamientos heredados que me estaban adormilando, somos bastante simples. En medio de esta epifanía tan evidente, llegué a la conclusión de que la norma básica para relacionarnos con otros seres humanos es «me conviene = es bueno; no me conviene = es malo».

Por ejemplo, finaliza nuestra  relación con alguien (romántica o de amistad, me es indiferente) y la primera asociación que hacemos es que al perder a esa persona nos sentimos solos y como ese sentimiento no parece convenirnos, o bien Menganito/a se convierte en el malo/a de la película o bien somos nosotros los malos porque no supimos entenderle/a y le dejamos de lado. Inicialmente no nos paramos a pensar que esa relación pudiera haber llegado a su término de manera natural o que a lo mejor  pudo ser negativa para nuestra autoestima o nuestra salud emocional. La idea de la  inconveniencia tiende a ser más fuerte y más sencilla de apreciar que la creencia de que en esta vida todo se basa en un conjunto de experiencias que deberían enriquecernos y que, si no es así, lo mejor que podemos hacer es cambiar de ruta.

Sin embargo, preferimos buscar un culpable o auto-flagelarnos por hechos sobre los que no tenemos responsabilidad alguna, como actitudes o  decisiones de terceros que nos afectan directamente. Por ejemplo, días atrás hablé con un amigo (un gran profesional en su sector) que ha sufrido mobbing por ser excelente y destacar en sus tareas; que él tuviera un nivel de vocación y profesionalidad por encima de la media de sus superiores, supuso una amenaza por un ascenso (otra vez aplicamos el binomio de la conveniencia en modo negativo) y desembocó en el desalentador mensaje de que, si quiere disfrutar de un buen ambiente en su puesto de trabajo y continuar haciendo lo que le gusta, no puede sobresalir ni, en definitiva, ser él mismo.

Y, en momentos como ese, es cuando uno se da cuenta de que el imperio Mr. Wonderful (y no me refiero a la marca en sí, sino al conato de falsa positividad que nos rodea desde hace años con mensajes como «Si la vida te da limones, haz limonada» o «Cuando hay ganas todo se puede») es una pantomima anestésica, porque parece que si te aceptas, te quieres e intentas darte tu lugar en este mundo, automáticamente te expones a ser coartado por cientos de tus congéneres que van a ponerte una enorme pegatina con adjetivos poco agradables en relieve. 

El nacimiento de Venus (Sandro Botticelli, c. 1482-1485) | Galería Ufizzi (Florencia, Italia)

En el fondo me doy cuenta de cómo gran parte de la sociedad quiere que todos seamos esa pudorosa Venus de Botticelli que esconde sus encantos mientras se siente amedrentada por la mirada crítica de un descarado espectador; ese personaje que siente una oleada de vergüenza y ladea la cabeza para mirar a la lejanía como una Helena de Troya maltratada por los apetitos de su esposo Menelao, mientras piensa que al fin y al cabo ella solita se metió en semejante berenjenal. La pregunta que la Venus se hace así misma («¿Por qué tuve que ponerme en el punto de mira?») se parece sospechosamente a la que se hacía mi amigo («¿Por qué tuve que destacar?»), y la respuesta a ambas es que el verdadero problema no es llamar la atención o tenerte en alta estima, sino el sentimiento de reprobación y frustración en los ojos de quien te mira. 

Aceptémoslo: la mirada ajena puede suponer la caída en desgracia de cualquier individuo social, y si no, párate a pensar en la cantidad de amuletos apotropaicos que se han utilizado a lo largo de  la historia para alejar el mal de ojo (el ojo turco, la figa, el ojo de tigre, la mano de Fátima, el Udyat…), y todo porque tenemos miedo a esas miradas, a que nos hagan sentir inferiores, avergonzados, hundidos o apartados del resto. En el cuadro Venus y Marte de Lavinia Fontana, la diosa parece ser plenamente consciente de esta capacidad: desnuda junto a la cama, es desposeída de su momento de introversión por el contacto de Marte, cuya expresión pareciera evocar la colonización de tierras lejanas con una simple palmada en el glúteo.

Venus y Marte (Lavinia Fontana, c. 1559) | Palacio de Liria (Madrid)

Venus gira la cabeza, aún con la flor en la mano, para contemplar al espectador; y entonces nos damos cuenta de que la demanda de su amante carece de importancia para ella: lo único que le preocupa es qué pensará el Peeping Tom que escudriña la escena. No hay erotismo ni deseo en el comportamiento de esta deidad femenina (lógico, si nos fijamos en que Eros está profundamente dormido sobre la  cama), ni siquiera interés por interactuar con el poderoso guerrero en cueros; Venus tan solo desea saber si está siendo juzgada y si será castigada. Ella, al igual que nosotros, no quiere ser desterrada, quiere formar parte del todo, de la manada, porque como apuntaba Foucault, nuestra sociedad está basada en el castigo, en el juicio ajeno, la mirada y, sobre todo, en el miedo a convertirnos en el malo/a, lo que justifica el uso constante de ese binomio de la conveniencia.

Las películas, la religión, la narrativa, todo cuanto nos rodea se ha encargado de decirnos que el antagonista siempre se gana un final de depresión y pesadilla, porque sería injusto que después  de haber quebrantado todas las normas tuviera un final feliz. Y aunque obviamente ninguno defenderíamos a Hannibal Lecter o a Pennywise, sí me gustaría que analizáramos por un segundo el punto común entre personajes tan conocidos y tan humanos como Darth Vader, el doctor Curt Connors, Amy Dunne o Gollum, que inicialmente son presentados como aliados: todos querían  ayudar, ser perfectos o útiles para la narración, pero la mirada de desprecio del héroe, las ambiciones y necesidades no cumplidas, terminaron por convertirles en villanos, enemigos que estaban sobrepasados y que decidieron (al igual que el señor Meursault de Albert Camus) que, si el mundo quería odiarles, le darían un motivo para ello. La trama los convirtió en otra Medusa, otro personaje maldito al que la estrella del film/cómic/novela tenía que cortarle la cabeza entre los aplausos y vítores de una audiencia embravecida, y eso me hace pensar en el miedo que tenemos a ser odiados y a interpretar un personaje demasiado complejo.

Ese miedo al rechazo es el que nos lleva a conformamos con el guión que la sociedad nos dicta: ¿cómo va mi amigo a seguir siendo el excelente profesional que es, si eso le convierte en el malo de la oficina? ¿Cómo vamos a reconocer que nos sentimos en paz al deshacernos de aquellas relaciones que sólo suponían esfuerzo y sacrificio, si eso demostraría una falta de empatía o bondad por nuestra parte? Todos (o al menos todos aquellos que mantenemos una cierta conciencia ética) queremos tener la ficha ganadora y evitarnos el dolor de vivir bajo el punto de mira, pero no nos damos cuenta de que por el camino nos perdemos a nosotros mismos y seguimos teniendo las mismas papeletas para que, cualquier cosa que hagamos (por ínfima que ésta sea) nos cueste una cita con el verdugo. Deseamos tanto encajar y ser amados que acabamos poniéndonos una careta llena de exigencias ajenas, a cambio de sentirnos parte de un colectivo. 

Si volvemos al arte pictórico y trasladamos esta nueva acepción de la «villanía» a la representación venusiana (entendida como una ruptura ante la necesidad de libertad), nos vamos a encontrar con las obras de Manet y Tiziano: dos mujeres desnudas (una en el cobijo de la noche y otra al despuntar el alba) que observan con descaro al espectador, analizándolo y casi con una burla escondida bajo los labios, como si fuera a escapárseles una carcajada en cualquier momento. Su postura es sensual, pero indiferente, no tratan de atraer al mirón que las vigila, sino que buscan desafiarle: «¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras?», parecen inquirir.

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Olympia (Édouard Manet, 1863) | Museo de Orsay (París, Francia)

La Olympia de Manet cubre su sexo con rotundidad, como si quisiera dejarnos claro que ella es dueña y señora de su cuerpo, mientras la Venus de Urbino juguetea con el vello de su pubis, no para excitar o apremiarnos a participar en un juego matinal, sino sencillamente porque desea entretenerse con una parte de su anatomía, como podría hacerlo peinándose la melena o mordiéndose las uñas (es su cuerpo y está en su derecho).

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El nacimiento de Venus (William-Adolphe Bouguereau, 1879) | Museo de Orsay (París, Francia)

Este descaro y actitud impúdica, esta desavenencia con los cánones de la virtud clásica, provocó que palabras como «prostituta» y «meretriz» se colaran en los análisis artísticos de ambas obras durante siglos, pues a ojos de los reconocidos censores sociales, ¿qué mujer podría exhibirse a sí misma con semejante independencia si no una que vende sus favores a cambio de dinero? Porque que un miembro de nuestra comunidad sea libre para decidir y hacer, para disfrutar y desafiar, para respetarse y quererse, se ha convertido en motivo suficiente para que un gran sector de esta sociedad decida vilipendiarlo. 

Pero, ¿qué pasa si sacamos de la ecuación el binomio de la conveniencia? ¿Qué pasa si empezamos a darnos cuenta, como seres autónomos, de que alejarnos de algo que no nos aporta nada, nos permitirá evolucionar? ¿Y si nos convencemos de que aprender a valorarnos y a mantener nuestra ética es más importante que el miedo al ostracismo social? Entonces nos convertiríamos en la magnífica Venus de Bouguereau, un personaje que se siente extasiado y al que no le importa el feedback, una diosa que no necesita ni alabanzas ni cantos porque ya se admira a sí misma; un referente de manumisión, empeño y compromiso que se ha desprendido, por fin, del comedimiento para sentirse feliz y colmada.

Porque lo cierto es (y quizá esto te sorprenda, querido lector) que los cuadros de las Venus no hablan de sexo, lascivia o placer, sino de una lucha contra los prejuicios, de la búsqueda de la autenticidad y, ante todo, de lograr la tan ansiada libertad.

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