Ese oficio inútil y necesario

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En las últimas décadas hemos asistido a un notable auge editorial de las llamadas “literaturas del yo” (autobiografía, memorias, autoficción, o novela autobiográfica, así como los espacios borrosos que delimitan estas etiquetas). Por otro lado, la historia política y social del siglo XX en América Latina (en especial, los episodios más tristemente convulsos o traumáticos) también parece ser un elemento protagonista en buena parte de la narrativa hispanoamericana desde finales de siglo. Ambas tendencias van de la mano en un creciente corpus de novelas, y El olvido que seremos (2006) de Héctor Abad Faciolince es uno de los ejemplos más notables y conocidos de esta intersección.

Esta novela cuenta la historia de Héctor Abad Gómez, médico, profesor y activista que vivió y trabajó en Medellín hasta su asesinato en plena calle a manos de los paramilitares en 1987. El narrador no es otro que su hijo —el propio autor de la novela— quien, además de reconstruir la vida pública de una persona que destacó por su incansable compromiso ético y social, busca conservar la memoria de un padre ejemplar, al que quería “con un amor animal”. El libro es también una denuncia contra la injusticia de un asesinato perpetrado con impunidad y que fue tristemente semejante a muchos otros: asesinatos selectivos, a sangre fría, de estudiantes, profesores, activistas e innumerables personas anónimas.

Así pues, en la novela encontramos una voz absolutamente íntima y personal (la de un hijo que narra con ternura, admiración y honestidad la historia de su padre) a través de la cual nos aproximamos a ciertos fenómenos que marcaron por completo el devenir del pueblo colombiano desde la última mitad del siglo XX (el llamado Conflicto Interno, o, al menos, una de sus múltiples ramificaciones). Cabe recordar, además, que Antioquia (y su capital, Medellín) fue precisamente la región que más violencia sufrió de toda Colombia en los años 80. El espacio subjetivo, íntimo, autobiográfico, se convierte así en un vehículo que trasciende sus propios límites para adquirir una dimensión marcadamente colectiva.

Este último aspecto es, como hemos señalado, especialmente relevante en la narrativa hispanoamericana contemporánea. Dentro de la misma, el caso de la literatura colombiana, al igual que ocurre en Chile con lo que Zambra ha denominado “la literatura de los hijos”, es paradigmático.

Los libros que tratan cuestiones relacionadas con el conflicto interno colombiano no se terminan con las categorías de las “escrituras del yo”; muy al contrario, existe una abundantísima producción literaria que, desde todos los géneros, ha abordado en las últimas décadas este contexto histórico. Escritores colombianos de primera fila, como Laura Restrepo, Juan Gabriel Vásquez, Jorge Franco, Piedad Bonnet o Fernando Vallejo, entre tantos otros, han tratado ampliamente la cuestión desde diversos enfoques. Incluso se han llegado a crear auténticos subgéneros literarios autóctonos relacionados con la violencia, como es el caso de la literatura de sicarios, lo que Abad Faciolince ha denominado oportunamente “la sicaresca”.

El olvido que seremos, como es obvio, se sitúa en un territorio muy diferente al que acabamos de enunciar. Lejos de crear un universo de ficción que recoja elementos tristemente reales de la sociedad colombiana de finales del XX (como ocurre en La virgen de los sicarios, Rosario Tijeras, El mundo de afuera, y un largo etcétera), Faciolince pone énfasis en representar una serie de hechos con la mayor exactitud posible — concretamente, los referidos a los últimos años de su padre y su asesinato, correspondientes a los últimos capítulos del libro— llegando a adoptar, por momentos, un enfoque casi periodístico. Sorprende, en general, cómo el autor logra entrelazar dicho enfoque con una voz personal, con el relato de una experiencia dolorosa e individualísima. Como bien señala Leonor Arfuch, en esta novela se genera una “difícil sintonía entre lo emocional y lo político”.

Sabemos que Abad Faciolince tardó casi veinte años en ser capaz de reconstruir los hechos con palabras, en encontrar el tono adecuado —y las fuerzas necesarias— para contar la historia de su padre. En cualquier caso, consideraba, tal y como ha comentado en diversas entrevistas, que había sucesos que él, en su oficio como escritor, no podía pasar por alto. Esto parece apelar a una cierta idea de responsabilidad que encontramos también dentro de las propias páginas de la novela. Una suerte de exposición de motivos que le han llevado a escribir este libro:

“Han pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla.”

“Es posible que todo esto no sirva de nada (…). Sus asesinos siguen libres, cada día son más y más poderosos, y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos, hundiendo una tecla tras otra, pueden decir la verdad y declarar la injusticia. Uso mi misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo.”

En esta misma línea, el autor reflexiona sobre el sentido de la escritura, de la literatura, y su papel frente a vivencias como las suyas (como las de tanta gente): un “desesperado intento por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito: la memoria”. Para Abad Faciolince, su propia vida y su oficio “carecerían de sentido si no escribiera esto que siento que tengo que escribir”; considera que ese ejercicio de dejar testimonio, a través de El olvido que seremos, es al mismo tiempo “inútil y necesario”. Similares términos empleaba Alejandro Zambra en las reflexiones finales de su novela Formas de volver a casa: “Pienso ingenuamente, intensamente, en el dolor. En la gente que murió hoy, en el sur. En los muertos de ayer, de mañana. Y en este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo”.

Inútil, insuficiente, necesario. Así puede definirse el oficio de la escritura cuando este sirve para contar una historia como la del doctor Abad Gómez. No obstante, sabemos que la literatura asume un relevante papel en la generación de discursos y narrativas que, en última instancia, constituyen los fragmentos de la materia de nuestra memoria social.

Ante la inmensa complejidad de un conflicto que no se sabe bien ni cuándo empieza ni cuándo acaba, pero que se cobra miles y miles de vidas por el camino, parece que la única forma de dar consistencia a una realidad abrumadora es la propia intimidad, la propia introspección que, de este modo, adquiere una fuerte dimensión colectiva. Las pequeñas historias que, desde lo personal, van construyendo poco a poco un relato conjunto.

El olvido que seremos resulta, sin duda, un claro y notable ejemplo de este fenómeno, así como de ese ejercicio milenario que es tratar de arrojar luz sobre un mundo inabarcable, caótico e incomprensible a través de la literatura.

 

FOTO: Feria del Libro de Santander y Cantabria (Felisa).

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